La
legalidad se ha impuesto dentro de la vorágine golpista en Cataluña. La
juez Lamela, a día dos de noviembre de dos mil diecisiete, ha dictado
un auto en el que por fin se aplica la ley contra los jinetes de un
apocalipsis democrática perpetrada y en parte consentida por un Gobierno
que durante años ha manejado una respuesta estéril y carente de la
contundencia pertinente. Por fin la Justicia los ha frenado. Y con
razón. Oriol Junqueras y siete de sus ex consejeros han sido enviados a
prisión preventiva sin fianza acusados de presuntos delitos de sedición,
rebelión y malversación de caudales públicos. El Estado de derecho se
ha hecho esperar, pero al fin ha llegado para quedarse, aunque algunos
demócratas de barra de bar hubieran preferido enterrarlo en vida.
Mientras
Puigdemont observa con estupor y miedo las imágenes de sus socios
detenidos desde el sofá de algún hotel de la capital belga, España se
consume entre enfrentamientos en el seno de una sociedad dividida a
causa de una doctrina cuyo único fin siempre ha sido el beneficio propio
de quienes la han promulgado, pues ni siquiera el desmembramiento de un
país como España haría que dejasen de recibir subvenciones públicas que
sufragaran sus continuos desvaríos.
Puigdemont
solo quiere salvarse del castigo que le espera por cometer un delito
que se ha visto obligado a perpetrar y que jamás ha querido llevar a
término. Pero lo hizo, a sabiendas de las consecuencias que sus actos
traerían consigo. Sabiéndolo huyó, y ahora se encuentra pidiendo asilo
en Bélgica entre sollozos de niño consentido, personificando a ese
conocido gorrón al que todos alguna vez hemos padecido, ese que acude a
reuniones y celebraciones sin ser avisado, y come y bebe hasta la
saciedad para luego, de manera repentina, marchar discretamente sin
dejar rastro. Cuando llega la hora de pagar, lo único que queda de él es
un mensaje en el teléfono móvil de algún desdichado buenazo
seleccionado minuciosamente entre los asistentes, donde dice que se ha
ido y que se le ha olvidado abonar su parte de la cuenta, que por favor
pague por él y otro día le reembolsará el dinero o le invitará a algo.
Pero Puigdemont pagará la cuenta aún queriendo eludirla, y caerá, porque
ningún ser humano escapa a su propio destino. Y su destino es, a fin de
cuentas, el que él mismo ha escrito.
Desde
Bélgica, el ex presidente de la Generalitat ha grabado una declaración
en la cual exige la liberación de los ex consejeros detenidos,
asemejándose en tono y gestos a otras intimidaciones y amenazas pasadas,
esas que tanto hemos sufrido en nuestro país, con la diferencia de que
Puigdemont no se cubre la cara, pues toda España la conoce ya. Desde su
remota madriguera, insta a los catalanes a seguir peleando por un
proyecto que se ha demostrado ilegal, evitando así, a ojos de una
sociedad ciega, acarrear ningún tipo de responsabilidad moral en lo que
acontezca a partir de este momento. Manifiesta su indignación superflua
pretendiendo que otros compartan su sentimiento y ejecuten sus actos.
Sorprende
ver cómo, apenas cinco minutos después del dictamen judicial, los
mamporreros oficiales del secesionismo salieron en tromba al escenario
tragicómico de las redes sociales y los medios de comunicación con el
fin de caricaturizarse a ellos mismos mediante el corrompido, falso y
vanidoso teatro de siempre. Y es que, supone una incongruencia que
alguien como Iglesias tilde a Junqueras y los suyos de presos políticos
mientras apoya detenciones de opositores por parte de otros regímenes
que llevan ya unos pocos asesinatos sobre sus espaldas. Presos políticos
son aquellos que, pese a haberse batido en las urnas, han sido
silenciados a la fuerza y encerrados por un dictador cuya indecencia e
inmoralidad desprenden cada día, a ojos de un mundo civilizado, un hedor
más pútrido. Uno no puede llamar opositor y demócrata a aquel que
señala con el dedo y condiciona la vida de miembros de la sociedad civil
por no comulgar con sus ideas delirantes y totalitarias y no caérsele
la cara de vergüenza.
Iglesias,
la groupie fanática e incondicional de Rufián y Junqueras, se ha
embutido en una toga ajena y ha osado cuestionar a una juez que lo único
que ha hecho es aplicar la ley y castigar a políticos que hace tiempo
decidieron que los derechos y las libertades de los españoles les
importaban poco o nada. La dignidad con la que la izquierda española
menosprecia ese dictamen judicial no es más que un frágil velo que cubre
como puede el indiscreto servilismo que dicho sector ejerce con el
nacionalismo más radical, con el que todos sus miembros se sienten
plenamente identificados. Y es que los representantes públicos de
Podemos y demás grupos nacionalistas siempre tuvieron un objetivo común:
romper España para así poder ejercer su mandato inquisitorial sobre una
sociedad enfrentada a propósito por ellos mismos. Por eso Iglesias
decidió colocarse la cofia estelada, porque pensó que así extraería, de
un modo u otro, algún beneficio mediante el vil gesto de avivar dicho
enfrentamiento.
Todos
los miembros del equipo mediático de Podemos y afines, incluso aquellos
condenados al ostracismo por el tándem Iglesias-Montero, se han
apresurado en opinar para no quedarse sin probar bocado del festín
envenenado que el ex presidente Puigdemont les ha ofrecido con hipócrita
gentileza. Todos tuitean, vociferan improperios, menosprecian y señalan
a representantes judiciales mientras reclaman con la boca chica una
sesgada separación de poderes sin saber que ésta ya existe, pero que por
desgracia no es lo que ellos esperaban. Ellos buscan la independencia
judicial mientras los jueces no saquen a relucir la ideología xenófoba
que comparten con los nacionalistas.
España ha reaccionado al fallido apartheid
que algunos políticos han intentado instalar en nuestra sociedad. La
Justicia ha obrado con suma contundencia, sin complejos y guiada por la
Carta Magna, que siempre será lo que prevalezca cuando nuestros derechos
peligren. Y me alegro de que así sea. España iba en serio.