viernes, 3 de noviembre de 2017

España iba en serio

La legalidad se ha impuesto dentro de la vorágine golpista en Cataluña. La juez Lamela, a día dos de noviembre de dos mil diecisiete, ha dictado un auto en el que por fin se aplica la ley contra los jinetes de un apocalipsis democrática perpetrada y en parte consentida por un Gobierno que durante años ha manejado una respuesta estéril y carente de la contundencia pertinente. Por fin la Justicia los ha frenado. Y con razón. Oriol Junqueras y siete de sus ex consejeros han sido enviados a prisión preventiva sin fianza acusados de presuntos delitos de sedición, rebelión y malversación de caudales públicos. El Estado de derecho se ha hecho esperar, pero al fin ha llegado para quedarse, aunque algunos demócratas de barra de bar hubieran preferido enterrarlo en vida.

Mientras Puigdemont observa con estupor y miedo las imágenes de sus socios detenidos desde el sofá de algún hotel de la capital belga, España se consume entre enfrentamientos en el seno de una sociedad dividida a causa de una doctrina cuyo único fin siempre ha sido el beneficio propio de quienes la han promulgado, pues ni siquiera el desmembramiento de un país como España haría que dejasen de recibir subvenciones públicas que sufragaran sus continuos desvaríos. 
Puigdemont solo quiere salvarse del castigo que le espera por cometer un delito que se ha visto obligado a perpetrar y que jamás ha querido llevar a término. Pero lo hizo, a sabiendas de las consecuencias que sus actos traerían consigo. Sabiéndolo huyó, y ahora se encuentra pidiendo asilo en Bélgica entre sollozos de niño consentido, personificando a ese conocido gorrón al que todos alguna vez hemos padecido, ese que acude a reuniones y celebraciones sin ser avisado, y come y bebe hasta la saciedad para luego, de manera repentina, marchar discretamente sin dejar rastro. Cuando llega la hora de pagar, lo único que queda de él es un mensaje en el teléfono móvil de algún desdichado buenazo seleccionado minuciosamente entre los asistentes, donde dice que se ha ido y que se le ha olvidado abonar su parte de la cuenta, que por favor pague por él y otro día le reembolsará el dinero o le invitará a algo. Pero Puigdemont pagará la cuenta aún queriendo eludirla, y caerá, porque ningún ser humano escapa a su propio destino. Y su destino es, a fin de cuentas, el que él mismo ha escrito.

Desde Bélgica, el ex presidente de la Generalitat ha grabado una declaración en la cual exige la liberación de los ex consejeros detenidos, asemejándose en tono y gestos a otras intimidaciones y amenazas pasadas, esas que tanto hemos sufrido en nuestro país, con la diferencia de que Puigdemont no se cubre la cara, pues toda España la conoce ya. Desde su remota madriguera, insta a los catalanes a seguir peleando por un proyecto que se ha demostrado ilegal, evitando así, a ojos de una sociedad ciega, acarrear ningún tipo de responsabilidad moral en lo que acontezca a partir de este momento. Manifiesta su indignación superflua pretendiendo que otros compartan su sentimiento y ejecuten sus actos. 

Sorprende ver cómo, apenas cinco minutos después del dictamen judicial, los mamporreros oficiales del secesionismo salieron en tromba al escenario tragicómico de las redes sociales y los medios de comunicación con el fin de caricaturizarse a ellos mismos mediante el corrompido, falso y vanidoso teatro de siempre. Y es que, supone una incongruencia que alguien como Iglesias tilde a Junqueras y los suyos de presos políticos mientras apoya detenciones de opositores por parte de otros regímenes que llevan ya unos pocos asesinatos sobre sus espaldas. Presos políticos son aquellos que, pese a haberse batido en las urnas, han sido silenciados a la fuerza y encerrados por un dictador cuya indecencia e inmoralidad desprenden cada día, a ojos de un mundo civilizado, un hedor más pútrido. Uno no puede llamar opositor y demócrata a aquel que señala con el dedo y condiciona la vida de miembros de la sociedad civil por no comulgar con sus ideas delirantes y totalitarias y no caérsele la cara de vergüenza.

Iglesias, la groupie fanática e incondicional de Rufián y Junqueras, se ha embutido en una toga ajena y ha osado cuestionar a una juez que lo único que ha hecho es aplicar la ley y castigar a políticos que hace tiempo decidieron que los derechos y las libertades de los españoles les importaban poco o nada. La dignidad con la que la izquierda española menosprecia ese dictamen judicial no es más que un frágil velo que cubre como puede el indiscreto servilismo que dicho sector ejerce con el nacionalismo más radical, con el que todos sus miembros se sienten plenamente identificados. Y es que los representantes públicos de Podemos y demás grupos nacionalistas siempre tuvieron un objetivo común: romper España para así poder ejercer su mandato inquisitorial sobre una sociedad enfrentada a propósito por ellos mismos. Por eso Iglesias decidió colocarse la cofia estelada, porque pensó que así extraería, de un modo u otro, algún beneficio mediante el vil gesto de avivar dicho enfrentamiento. 

Todos los miembros del equipo mediático de Podemos y afines, incluso aquellos condenados al ostracismo por el tándem Iglesias-Montero, se han apresurado en opinar para no quedarse sin probar bocado del festín envenenado que el ex presidente Puigdemont les ha ofrecido con hipócrita gentileza. Todos tuitean, vociferan improperios, menosprecian y señalan a representantes judiciales mientras reclaman con la boca chica una sesgada separación de poderes sin saber que ésta ya existe, pero que por desgracia no es lo que ellos esperaban. Ellos buscan la independencia judicial mientras los jueces no saquen a relucir la ideología xenófoba que comparten con los nacionalistas. 

España ha reaccionado al fallido apartheid que algunos políticos han intentado instalar en nuestra sociedad. La Justicia ha obrado con suma contundencia, sin complejos y guiada por la Carta Magna, que siempre será lo que prevalezca cuando nuestros derechos peligren. Y me alegro de que así sea. España iba en serio.