Durante las últimas semanas, muchos
han sido los acontecimientos que han puesto de manifiesto la división
ideológica que sufre nuestra sociedad. La visita de Otegi al
Parlamento de Cataluña y la polémica por la exhibición de la
estelada en la final de la Copa del Rey han logrado acentuar la
brecha social que nunca llegó a cicatrizar del todo. Vemos pues cómo
España se encuentra fragmentada a causa no ya de un sentimiento,
sino de la excitación sensacionalista del mismo, ejercida por
algunos de nuestros dirigentes de forma premeditada.
Arnaldo Otegi fue protagonista durante
varios días en las redes sociales gracias a su frívola visita a las
instituciones catalanas, donde determinados grupos políticos no
dudaron ni un segundo en vitorear su presencia, mofándose
explícitamente del dolor de las víctimas que se cobró la banda
armada en la que estuvo integrado Otegi, delito por el cual fue
condenado a prisión. Algunos personifican la paz en el propio cuerpo
del terrorista admirándolo en actitud aduladora, en un onanismo
ideológico que no parece conocer límite alguno. Arnaldo, cargando
con decenas de muertos sobre sus espaldas que nunca gozarán de la
libertad que él ahora saborea, se vende al mejor postor y decide
adjudicarse una autoridad moral que no le corresponde para dar
lecciones sobre paz y tolerancia a viva voz y, orgulloso de su
hazaña, se adentra en las instituciones españolas disfrazándose de
demócrata comprometido. Por fortuna, determinados grupos políticos
decidieron plantar al ex-convicto que, exhibiendo una victoriosa e
insolente media sonrisa en su rostro, saludó amablemente a una
indiscreta y fascinada Forcadell. Pudimos presenciar cómo
personalidades, cuyo deber es el de estar al servicio de la
ciudadanía y del interés general, exacerbaban la fragmentación
social con alevosía, metiendo el dedo en una úlcera difícilmente
curable si la praxis es inadecuada. Ensañándose entonces con la
sociedad española que durante tanto tiempo ha sufrido la oscuridad
de ETA y con la colaboración de sus cómplices, Otegi hizo la pasada
semana su primera incursión institucional repleta de
sensacionalismo, dejando claro a los jueces que será candidato a
Lehendakari importándole poco el hecho de estar inhabilitado
legalmente para ejercer un cargo público. El nacionalismo catalán
aplaude y respalda esa amenaza, y no me sorprende, pues si algo
tienen que ver los independentistas radicales con Otegi y su banda,
es la irrespetuosidad por la ley. Al apoyar explícitamente al
terrorista, determinadas formaciones como Podemos o la CUP llevan a
cabo una simbiosis perfecta con el espíritu de ETA, aquel que se
sirve de medios ilícitos para lograr sus objetivos. Objetivos que no
obedecen al interés general, sino más bien al de unos pocos, pero
muy ruidosos y molestos.
Por otro lado, la polémica generada
entorno a la prohibición de la estelada en la final de la Copa del
Rey ha contribuido también a dar rédito electoral a aquellos a los
que les conviene la existencia de una España fragmentada en lo
ideológico más que en lo territorial. En una final deportiva en la
cual la política no debería tener lugar, la confrontación se hizo
más evidente que el propio partido con una insolente pitada al himno
nacional que, afortunadamente, fue acallada por la afición del
Sevilla. Un acto casi vandálico que no tenía otro objetivo que la
paradoja de repudiar aquello por lo que se disputa el trofeo. La
libertad del español orgulloso de su patria quedó pues en
entredicho al permitirse semejante ultraje a todo aquello que nos
une. Y todo consentido por una parte de nuestra clase política y
azuzado por otra mucho más egoísta y rencorosa. Este tipo de actos
quedan impunes, recordándome nítidamente cuando la periodista Empar
Moliner quemó en directo un ejemplar de la Constitución amparándose
posteriormente en ella, o a Gerardo Pisarello, concejal de Ada Colau,
que ante la mirada aprobatoria de su alcaldesa, forcejeó con un edil
de la oposición para retirar una bandera de España del balcón del
Ayuntamiento de Barcelona. Al fin y al cabo, el doble juego del
nacionalismo se basa en eso, abusar de la libertad de expresión que
nos otorga el Estado, al que los independentistas tildan de represor,
sin tener en cuenta ni un solo momento la libertad de la persona que
tienen al lado. El nacionalismo, sin gozar de apoyos suficientes para
ello, cree tener la potestad como para impregnar un deporte con su
rancia ideología sin que nadie lo impida, ni siquiera los
gobernantes que se las dan de demócratas pero a los que el sesgo
ideológico les impide ser imparciales a la hora de valorar un
atentado contra la libertad de expresión. Sin ir más lejos, Ada
Colau tuiteó gloriosa su
ausencia en la final de la Copa del Rey si finalmente se prohibían
las esteladas, pues la alcaldesa consideraba un acto de tiranía la
decisión del Gobierno. Sin embargo, Colau no tuvo tan en cuenta el
principio básico de libertad cuando censuró un cartel artístico en
el cual aparecía Morante de la Puebla allá por las fechas del
Pilar. No le tembló el pulso a la hora de ejercer su voluntad sin
tener en cuenta la del resto de los ciudadanos para los que, en
teoría, gobierna de forma imparcial.
Nuestra sociedad se encuentra amenazada
por aquellos que, sin motivo alguno, pretenden amansar los
sentimientos para así evadir la responsabilidad que supone gobernar
con seriedad y de forma consecuente. Otegi y las esteladas están de
oferta en un mercado que cada vez atrae más a aquellos oportunistas
que ningún interés tienen en una España unida.