Durante la mañana del pasado martes, mientras tomaba mi café diario a las siete menos cuarto de la mañana antes de ir trabajar a un hospital que afortunadamente no está gestionado por usted, leí “Urgencias”, la Carta al Director que por error le debieron publicar en el diario El Norte de Castilla. O eso quiero creer.
Soy una de esas personas a las que su escrito tilda de inexpertas e irresponsables por el simple hecho de ser jóvenes y ejercer como médicos. Me he dado por aludido con su carta, y por ello me dispongo a contestarle con otra.
Para empezar, le diré que la juventud no es -ni ha de ser jamás- criterio de exclusión para trabajar en un hospital. Todos, incluida usted, que ni sé a lo que se dedica ni me interesa, gozamos en algún momento de nuestra vida de esa edad en la cual comenzamos nuestra andadura por el mundo laboral. Y no es fácil, a la vista está. Las dos chicas a las que usted desprecia, esas dos “con pinta de estudiantes de MIR”, se encuentran, al igual que yo, en ese punto de partida tras haber superado un largo y arduo recorrido académico para estar al servicio de personas como usted, que, por el simple hecho de ser jóvenes, las miran por encima del hombro escondiendo tras un grueso tapiz de prepotencia sus más que merecidas capacidades. Y lo peor es que esas dos jóvenes doctoras han de aguantar estoicamente su menosprecio tras casi veinticuatro horas de trabajo sin descanso. Desgraciadamente, en la sociedad en la que vivimos se ha normalizado el hecho de que un médico tenga que soportar las mezquindades de un determinado sector de la población que, malhumorado, ensombrece sus méritos y arrebata la poca dignidad que le queda a una de las profesiones más bonitas del mundo.
Por otro lado, he de decirle que la ignorancia que exhibe sin pudor ni vergüenza en su carta hace de usted una persona carente de rigor y moral. El sistema sanitario ha hecho posible, pese a las adversidades que lo acechan constantemente, que esté dentro de una lista de espera con vistas a ser intervenida de la patología que padece.
Es cómico ver cómo en su carta usted ya plantea, con una arrogancia digna de aplauso, una línea de tratamiento sin ni siquiera otorgar el beneficio de la duda a esa supuesta actuación que, según su distorsionada percepción y su afán de protagonismo, se debería seguir.
Usted se encuentra diagnosticada y a la espera de recibir un tratamiento definitivo para una patología que parece ser crónica. Me atrevería incluso a decir que ya tiene recetado y pautado un tratamiento de rescate analgésico para los momentos en los cuales el dolor aumenta en intensidad y duración. Debería alegrarse de no haber tenido que ser vista por un psiquiatra o un neurólogo de manera urgente, pues eso indicaría que lo que usted padeció obedecía a un sustrato patológico grave, como un ictus o una descompensación psiquiátrica. No, señora mía, su achaque no cumplía ningún criterio para ser atendido ni por Psiquiatría ni por Neurología. Ni siquiera tenía carácter urgente. Aún así, dos personas la atendieron, la interrogaron y le hicieron una historia clínica a pesar del gasto -y desgaste- que supone atender de madrugada una patología que debería haber sido atendida de manera reglada por su médico de cabecera.
Pese a todo, cuando vuelva a acudir a un servicio de Urgencias, nadie la juzgará por lo que dijo, sino que otros “inexpertos” emplearán toda su ciencia, conocimiento y arte en prestarle la atención que necesite en ese momento.
Realmente no la puedo culpar de esa carta, pues es usted la consecuencia directa de la falta absoluta de educación sanitaria que existe en nuestra sociedad. Ese déficit la convierte a usted en una atroz demandante, sin ser consciente del tesoro que tiene entre manos, pues si realmente lo fuera, su malintencionada carta jamás hubiera existido. Ese tesoro peligra cada día, en parte por personas que abusan de él aprovechándose de sus bondades a su antojo. No funciona así.