Desde que leí que el director del Hospital Universitario Virgen Macarena, Antonio Castro, declaró que los médicos que trabajan para el SAS cobran 80.000 euros anuales, y que además sus palabras fueron respaldadas por Juan Carlos Blanco, portavoz del Gobierno andaluz, me sentí perfectamente identificado con España. Con esa España donde cualquier cargo con relación política, y, por ende, desligado de la realidad, no se dedica a otra cosa además de a salvaguardar su puesto, esputando sin pudor palabras eufónicas pero inconexas y llenas de mentira mientras espera que esa falsa verborrea no chirríe demasiado en el alma de aquellos a los que hace referencia. Me sentí traicionado por una institución a la cual estoy dedicando mi juventud y, cada vez más, mi paciencia.
Más de cuarenta años llevamos aguantando la gestión de la sanidad andaluza por parte de un partido corrupto que no ha hecho más que robar millones y millones a las arcas públicas. Aguantamos que una comunidad autónoma tan rica como Andalucía se haya empobrecido gracias a los que mantienen sus escaños a base de pagar votos de manera encubierta. Y ahora, además, hemos de soportar que los mamporreros oficiales de este Gobierno, únicos en su especie por haber sido galardonados con dedazos de película, cuenten otra mentira más.
Me veo pues en la obligación de hacer algunas apreciaciones.
Lo primero que diré es que los médicos andaluces somos los peor pagados de toda España. Así lo demuestran diversas comparativas publicadas en varios medios de comunicación. Este detalle, obviado por muchos, marca la diferencia. La igualdad que tanto defiende a capa y espada el socialismo está menos presente que Quim Torra en el día de la Hispanidad. ¿Por qué un médico cuyo ejercicio profesional se desarrolla en la Región de Murcia está mejor valorado profesionalmente que yo? ¿Acaso no hemos sido sometidos a la misma presión desde que éramos esos críos de dieciséis años, cuyo idealismo y sueños iban más allá de la cruda realidad que les esperaba años más tarde? ¿Cuántas horas de estudio más que yo ha dedicado un médico vasco, o uno extremeño? ¿Por qué su plaza de MIR está mejor pagada que la mía? ¿Tienen más responsabilidad que yo? Todas estas son preguntas a las que, a día de hoy, no he encontrado respuesta.
Susana Díaz, que tardó en cursar una licenciatura en Derecho a secas lo mismo que tarda un médico en hacer la carrera y convertirse en especialista, dijo no hace mucho que la sanidad pública andaluza era “la joya de la corona”. Más bien yo diría que la sanidad andaluza es un tosco pedrusco de bisutería mal pegado con cinta aislante en su corona personal. Corona que ella misma deja rozar en un besamanos ordinario a todo aquel que aplauda aletargado su pésima gestión.
Un médico contempla a diario el paso del mundo frente a él. En una consulta, en una planta de hospitalización o en un quirófano. Y eso tiene aspectos positivos y negativos. Por un lado, aprendemos de toda persona que reclama nuestra ayuda y le solventamos -o por lo menos lo intentamos- un problema. Ahí está la satisfacción que nos reporta día a día la medicina. Sin embargo, este sentimiento se borra de un plumazo cuando aparecen los muchos contratiempos que, por desgracia, son ya costumbre en los hospitales públicos. La presión a la cual estamos sometidos es tal, que en muchas ocasiones recibimos agresiones verbales, o incluso físicas, por hacer nuestro trabajo de la mejor manera que sabemos. Se nos exige que estemos para todos en todo momento, y que asumamos la responsabilidad de una vida cuando tenemos tres más en la cola de nuestra consulta. Trabajamos turnos de veinticuatro horas seguidas, a veces sin descanso. Evalúan nuestros objetivos en función del número de veces que recetamos determinados medicamentos o en función de las pruebas complementarias que pedimos, como si estuviéramos en una cadena de montaje en lugar de en un establecimiento sanitario.
Y por todo eso mienten diciendo que cobramos ochenta mil euros. Para que no se les caiga la cara de vergüenza.
En muchas ocasiones, personas ajenas a la medicina me han llamado a capítulo cuando me he quejado de mi sueldo, pues con menos dinero vive una familia. Sí, es verdad. Pero diré que estudié durante seis años una carrera, tras la cual tuve que pasar por un año de dura preparación de un examen y competir con miles de personas, para después acceder a una plaza de formación de cuatro años, durante los cuales sigo estudiando día a día después de las sesenta horas semanales de trabajo. Y todo esto, ¿para qué? Para, al acabar mi formación como médico especialista, encontrarme con un contrato que se renueva al final de cada mes. Y, aún así, a lo largo del resto de mi vida profesional, seguiré estudiando para ofrecer la mejor atención a pesar de los vergonzosos recursos de los que disponemos.
Estas afirmaciones son una burda estrategia para dibujar, de cara al resto de la gente, un elevado a la vez que inexistente estatus social entre los médicos. Quieren acallar a los profesionales a golpe de mentira y enfrentándolos a la sociedad en general. Pretenden, con sus embustes, que nosotros mismos nos convenzamos de que somos unos privilegiados y que las personas de nuestro alrededor nos vean como tal. Ellos, socialistas, que gastaron el dinero destinado a los parados andaluces en irse de putas. Ellos, que han sido cómplices y ejecutores del mayor fraude económico de nuestra democracia, quieren enfrentar a la sociedad civil para mantener a flote sus puestos y tapar tras una cortina de humo -otra más- sus vergüenzas.