sábado, 6 de octubre de 2018

Ochenta mil vergüenzas

Desde que leí que el director del Hospital Universitario Virgen Macarena, Antonio Castro, declaró que los médicos que trabajan para el SAS cobran 80.000 euros anuales, y que además sus palabras fueron respaldadas por Juan Carlos Blanco, portavoz del Gobierno andaluz, me sentí perfectamente identificado con España. Con esa España donde cualquier cargo con relación política, y, por ende, desligado de la realidad, no se dedica a otra cosa además de a salvaguardar su puesto, esputando sin pudor palabras eufónicas pero inconexas y llenas de mentira mientras espera que esa falsa verborrea no chirríe demasiado en el alma de aquellos a los que hace referencia. Me sentí traicionado por una institución a la cual estoy dedicando mi juventud y, cada vez más, mi paciencia. 

Más de cuarenta años llevamos aguantando la gestión de la sanidad andaluza por parte de un partido corrupto que no ha hecho más que robar millones y millones a las arcas públicas. Aguantamos que una comunidad autónoma tan rica como Andalucía se haya empobrecido gracias a los que mantienen sus escaños a base de pagar votos de manera encubierta. Y ahora, además, hemos de soportar que los mamporreros oficiales de este Gobierno, únicos en su especie por haber sido galardonados con dedazos de película, cuenten otra mentira más.  

Me veo pues en la obligación de hacer algunas apreciaciones. 

Lo primero que diré es que los médicos andaluces somos los peor pagados de toda España. Así lo demuestran diversas comparativas publicadas en varios medios de comunicación. Este detalle, obviado por muchos, marca la diferencia. La igualdad que tanto defiende a capa y espada el socialismo está menos presente que Quim Torra en el día de la Hispanidad. ¿Por qué un médico cuyo ejercicio profesional se desarrolla en la Región de Murcia está mejor valorado profesionalmente que yo? ¿Acaso no hemos sido sometidos a la misma presión desde que éramos esos críos de dieciséis años, cuyo idealismo y sueños iban más allá de la cruda realidad que les esperaba años más tarde? ¿Cuántas horas de estudio más que yo ha dedicado un médico vasco, o uno extremeño? ¿Por qué su plaza de MIR está mejor pagada que la mía? ¿Tienen más responsabilidad que yo? Todas estas son preguntas a las que, a día de hoy, no he encontrado respuesta.

Susana Díaz, que tardó en cursar una licenciatura en Derecho a secas lo mismo que tarda un médico en hacer la carrera y convertirse en especialista, dijo no hace mucho que la sanidad pública andaluza era “la joya de la corona”. Más bien yo diría que la sanidad andaluza es un tosco pedrusco de bisutería mal pegado con cinta aislante en su corona personal. Corona que ella misma deja rozar en un besamanos ordinario a todo aquel que aplauda aletargado su pésima gestión. 

Un médico contempla a diario el paso del mundo frente a él. En una consulta, en una planta de hospitalización o en un quirófano. Y eso tiene aspectos positivos y negativos. Por un lado, aprendemos de toda persona que reclama nuestra ayuda y le solventamos -o por lo menos lo intentamos- un problema. Ahí está la satisfacción que nos reporta día a día la medicina. Sin embargo, este sentimiento se borra de un plumazo cuando aparecen los muchos contratiempos que, por desgracia, son ya costumbre en los hospitales públicos. La presión a la cual estamos sometidos es tal, que en muchas ocasiones recibimos agresiones verbales, o incluso físicas, por hacer nuestro trabajo de la mejor manera que sabemos. Se nos exige que estemos para todos en todo momento, y que asumamos la responsabilidad de una vida cuando tenemos tres más en la cola de nuestra consulta. Trabajamos turnos de veinticuatro horas seguidas, a veces sin descanso. Evalúan nuestros objetivos en función del número de veces que recetamos determinados medicamentos o en función de las pruebas complementarias que pedimos, como si estuviéramos en una cadena de montaje en lugar de en un establecimiento sanitario. 
Y por todo eso mienten diciendo que cobramos ochenta mil euros. Para que no se les caiga la cara de vergüenza. 

En muchas ocasiones, personas ajenas a la medicina me han llamado a capítulo cuando me he quejado de mi sueldo, pues con menos dinero vive una familia. Sí, es verdad. Pero diré que estudié durante seis años una carrera, tras la cual tuve que pasar por un año de dura preparación de un examen y competir con miles de personas, para después acceder a una plaza de formación de cuatro años, durante los cuales sigo estudiando día a día después de las sesenta horas semanales de trabajo. Y todo esto, ¿para qué? Para, al acabar mi formación como médico especialista, encontrarme con un contrato que se renueva al final de cada mes. Y, aún así, a lo largo del resto de mi vida profesional, seguiré estudiando para ofrecer la mejor atención a pesar de los vergonzosos recursos de los que disponemos. 

Estas afirmaciones son una burda estrategia para dibujar, de cara al resto de la gente, un elevado a la vez que inexistente estatus social entre los médicos. Quieren acallar a los profesionales a golpe de mentira y enfrentándolos a la sociedad en general. Pretenden, con sus embustes, que nosotros mismos nos convenzamos de que somos unos privilegiados y que las personas de nuestro alrededor nos vean como tal. Ellos, socialistas, que gastaron el dinero destinado a los parados andaluces en irse de putas. Ellos, que han sido cómplices y ejecutores del mayor fraude económico de nuestra democracia, quieren enfrentar a la sociedad civil para mantener a flote sus puestos y tapar tras una cortina de humo -otra más- sus vergüenzas. 


viernes, 5 de octubre de 2018

El gatillazo de Quim Torra

El aniversario del 1-O dejó al descubierto las debilidades del procés. Los peores fantasmas del independentismo se dejaron ver en una jornada marcada por la violencia y la furia consecuencias de un proyecto cegador. Quim Torra y su patrulla canina fueron cercados por el hartazgo de los que han dado la cara en pro de un futuro prometido que no ha sido nunca más que una cortina de humo. 

La llama candente dentro de las numerosas manifestaciones a favor de la independencia que tuvieron lugar en diversos puntos de la geografía catalana el pasado 1-O se avivaba conforme avanzaba la jornada y a medida que Torra, irresponsable donde los haya, se dedicaba a caldear el ambiente públicamente como un vulgar agitador de bar de carretera. El presidente de la Generalitat trató a los CDR y al resto de manifestantes como ganado al azuzarles para que, según él mismo sugirió, “apretaran más”. Y los más borregos, obnubilados por la redundante y caduca homilía tan pronunciada por los marqueses del Palau, actuaron conforme dictaban las consignas de dichos fanfarrones a los que no les ha hecho nunca falta salir de su burbuja institucional para ojear la triste realidad que rodea la sociedad que ellos mismos han dañado, enfrentado y empobrecido. 
Pero al escuchar cómo pedían su cabeza los que en tiempos pasados vitoreaban sus hazañas, a Torra se le pusieron de corbata. Y es que, al presidente de la Generalitat le está siendo poco rentable la mentira que sus predecesores consiguieron sobrellevar disimuladamente y con cierto éxito hasta cubrir sus necesidades vitales para el resto de sus vidas. Demasiado tiempo viviendo de lo mismo y un excesivo esfuerzo para un cobarde holgazán que nunca ha tenido las agallas para cumplir con lo que dice.

Los convocantes de las manifestaciones, al ver que la cosa se iba de madre y que en las calles revueltas no solo se escuchaba el habitual mantra en contra del Gobierno de España, sino que también ellos mismos eran motivo de conflicto, decidieron en vano mandar a las fieras (que creían domesticadas) de vuelta a sus respectivas madrigueras. 
Pero lejos de retirarse, un grupúsculo de radicales consiguió reducir a simple anécdota todo un dispositivo policial que, según el consejero de Interior, no tuvo fisuras y cubrió todas las expectativas que se podían esperar del aniversario de un crimen. ¿Esos mossos, casi vestidos de calle, enfrentándose a una multitud enardecida y otros tantos encerrados en un edificio institucional pensarán lo mismo? 
La no comparecencia de todas las figuras responsables de ese párvulo intento de muestra de autoridad siembra dudas razonables.

El ansiolítico institucional ha sido siempre la estrategia estrella del PDeCat para modular el sentimiento de una parte cada vez menos tolerante de la sociedad. Y esta vez no ha surtido efecto.

No contento con el fracaso del 1-O, Torra decide, días más tarde, volver a convencer a sus ex-acólitos mandando un ultimátum a Pedro Sánchez. O referéndum o muerte política del Gobierno central. Reconoceré que alguna que otra mariposa revoloteó dentro de mi estómago al leer el titular y contemplar un posible desalojo exprés de La Moncloa, tanto si el presidente del Gobierno aceptaba ese referéndum como si no. Sin embargo, la amenaza no es más que otro globo sonda lanzado al aire para tratar de disuadir atenciones y de paliar los malos ánimos que giran entorno al actual Govern.
Creyendo que la enésima bomba de humo triunfaría, Torra se ha quedado solo. Ni ERC, que ha decidido aceptar las negociaciones con el ejecutivo central, se ha posicionado del lado del presidente de la Generalitat, dejando que todo el peso de sus contradicciones caiga sobre él para desgastarlo aún más. 

Sobre Sánchez y su Gobierno sigue sobrevolando el sentimiento de pánico ante la posible pérdida de sus volátiles apoyos, así que permanece como esa madre resignada e incapaz de dar un cachete a su hijo insolente e irrespetuoso. 
Celaá, poco menos que suplicando, insta a Torra a que gobierne y abandone el tono amenazante. Aseguran desde el ejecutivo socialista que no existen motivos para aplicar el artículo 155 que pide la oposición y se mantienen inmersos en una supuesta prudencia. O, mejor dicho, en una actitud pasiva mientras el nacionalismo desangra al resto de España. Y lo que dure, duró. 
Sánchez espera impaciente los azotes de Quim dominatrix en una reunión en la que no se hablará de referéndum, sino que servirá para permitir a Sánchez mantener su ciénaga política a cambio de dinero para la gira promocional independentista. 
Nuestro presidente no hace más que rebajar un cubata demasiado cargado de amenaza y despropósito, pues los sillones de Moncloa son muy cómodos y cualquier decisión puede ser la pista de aterrizaje del sueño delirante que vive desde hace más de 100 días. 


El independentismo continúa desgastándose, tanto dentro como fuera de nuestro país, manteniendo el asombro y la perplejidad de los que observan cada uno de sus erráticos pasos. Tras el aniversario de un 1-O pésimamente gestionado, con una crisis creciente dentro de su propio aquelarre, al ver que los que antes lo apoyaban ahora son más radicales, menos tolerantes y menos pacientes y a las puertas de una sentencia del Tribunal Supremo, Torra lanza un grito agudo de damisela en apuros para que le escuchen donde sea y acudan en su ayuda. El monstruo creado no ha sido ni por asomo el que se esperaba. Esperaban un pasaporte electoral sin fin y han obtenido a un engendro democrático que ha dejado de conformarse con las palabras para pasar a luchar físicamente por la única causa que le importa, que es la que ellos mismos han vendido. Mientras tanto, los catalanes siguen pagando impuestos.